-¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada
de la calle Garay! -repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.
No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos
los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detestable del pasaje del tiempo;
además, se trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz.
Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si
Zunino y Zungri persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su
abogado, los demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los
obligaría a abonar cien mil nacionales.
El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y
Tacuarí, es de una seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado
ya del asunto. Daneri dijo que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa
voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy íntimo,
dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo
del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio
que contienen todos los puntos.
-Está en el sótano del comedor -explicó, aligerada su
dicción por la angustia-. Es mío, es mío: yo lo descubrí en la niñez, antes de
la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tenían
prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se
refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé
secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.
-¿El Aleph? -repetí.
-Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los
lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento,
pero volví. ¡El niño no podía comprender que le fuera deparado ese privilegio
para que el hombre burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y
mil veces no. Código en mano, el doctor Zunni probará que esinajenable mi
Aleph.
Traté de razonar.
-Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
-La verdad no penetra en un entendimiento rebelde. Si todos
los lugares de la tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias,
todas las lámparas, todos los veneros de luz.
-Iré a verlo inmediatamente.
Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el
conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos
confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese
momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbo, por lo demás...
Beatriz (yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña de una clarividencia
casi implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes,
verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La
locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre
nos habíamos detestado.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la
bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando
fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más
intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No
podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le
dije:
-Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz
querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.
Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que
no era capaz de otro pensamiento que de la perdición del Aleph.
-Una copita del seudo coñac -ordenó- y te zampuzarás en el
sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es indispensable. También lo son la
oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de
baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera.
Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil
empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y
cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!
Ya en el comedor, agregó:
-Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi
testimonio... Baja; muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las
imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El
sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada,
busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones con
botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la
dobló y la acomodó en un sitio preciso.
-La almohada es humildosa -explicó-, pero si la levanto un
solo centímetro, no verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado.
Repantiga en el suelo ese corpachón y cuenta diecinueve escalones.
Cumplí con sus ridículos requisitos; al fin se fue. Cerró
cautelosamente la trampa; la oscuridad, pese a una hendija que después
distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había
dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de Carlos
transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para
defender su delirio, para no saber que estaba loco, tenía que matarme. Sentí un
confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un
narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza,
aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos
cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo
transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas
abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar
la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los
pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la
circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un
tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano
rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.)
Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero
este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el
problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un
conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos
deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan
el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos
fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo,
sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una
pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí
giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los
vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o
tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de
tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo
claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi
el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en
el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi
interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos
los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle
Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en
Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi
convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en
Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo
cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda,
donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera
versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de
cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen
cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y
el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color
de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de
Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi
caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la
delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando
tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las
sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres,
émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la
tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me
hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido
a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia
atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de
mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi
el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra
vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y
sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y
conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado:
el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
-Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te
llaman -dijo una voz aborrecida y jovial-. Aunque te devanes los sesos, no me
pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges!
Los zapatos de Carlos Argentino ocupaban el escalón más
alto. En la brusca penumbra, acerté a levantarme y a balbucear:
-Formidable. Sí, formidable.
La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos
Argentino insistía:
-¿Lo viste todo bien, en colores?
En ese instante concebí mi venganza. Benévolo,
manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri
la hospitalidad de su sótano y lo insté a aprovechar la demolición de la casa
para alejarse de la perniciosa metrópoli, que a nadie ¡créame, que a nadie!
perdona. Me negué, con suave energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al
despedirme, y le repetí que el campo y la serenidad son dos grandes médicos.
En la calle, en las escaleras de Constitución, en el
subterráneo, me parecieron familiares todas las caras. Temí que no quedara una
sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión
de volver. Felizmente, al cabo
de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido.
Posdata del primero de marzo de 1943. A los seis meses de la
demolición del inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó
arredrar por la longitud del considerable poema y lanzó al mercado una
selección de "trozos argentinos". Huelga repetir lo ocurrido; Carlos
Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura2.
El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero, al doctor Mario Bonfanti;
increíblemente, mi obra Los naipes del tahúr no logró un solo voto.
¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo
que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro
volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado
a versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.
Dos observaciones quiero agregar: una, sobre la naturaleza
del Aleph; otra, sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera
letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al disco de mi historia
no parece casual. Para la Cábala, esa letra significa el En Soph, la ilimitada
y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el
cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa
del superior; para laMengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en
los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió
Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó,aplicado a otro punto donde convergen
todos los puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph de su casa
le reveló? Por increíble que parezca, yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph,
yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.
Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el
Brasil el cargo de cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña
descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el
espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zú al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de
Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros
artificios congéneres -la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik
Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de
Samosata pudo examinar en la luna (Historia verdadera, I, 26), la lanza
especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a
Júpiter, el espejo universal de Merlin, "redondo y hueco y semejante a un
mundo de vidrio" (The Faerie Queene, III, 2, 19)-, y añade estas curiosas
palabras: "Pero los anteriores (además del defecto de no existir) son
meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en
el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las
columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede
verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie, declaran percibir, al poco
tiempo, su atareado rumor... La mezquita data del siglo VII; las columnas
proceden de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En
las repúblicas fundadas por nómadas es indispensable el concurso de forasteros
para todo lo que sea albañilería".
¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto
cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el
olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los
años, los rasgos de Beatriz.