(Extracto de la obra "Instrucciones para vivir en México")
El
viernes pasado encontré en Revista de Revistas un artículo
escrito por mi buen amigo Loubet que es una especie de oda a los que se
levantan temprano. Además de bien escrito está bien ilustrado. Allí aparecen
los panaderos, los lecheros, los barrenderos, los que van a hacer ejercicio en
Chapultepec, los niños que piden aventón para llegar a clase de siete,
etcétera.
Esta lectura, unida a la circunstancia de que hoy tuve que levantarme a
las cinco de la mañana, me han hecho recapacitar y llegar a la conclusión de
que francamente, levantarse temprano no sólo es muy desagradable, sino
completamente idiota.
Ahora comprendo que los últimos veinte años los he pasado en un mundo
dado a la molicie.
—Paso por ti cuando reviente el alba. Es decir, a las nueve y media de la
mañana —dicen mis amigos.
Pues sí, un mundo dado a la molicie del que no pienso salir.
Los efectos de madrugar son de muchas índoles, pero todos ellos
corrosivos de la personalidad. Hay quien se levanta temprano a fuerzas, se para
frente al espejo a bostezar y a arreglarse el cabello y la cara con el objeto
de dar la impresión de que se lavó. Este intento generalmente es patético. Si
alcanza lugar sentado en el camión que lo lleva al trabajo se duerme sobre el
hombro del vecino, desayuna en la esquina del lugar donde trabaja unos tamales,
o bien dos huevos crudos metidos en jugo de naranja -que es una mezcla que
produce cáncer en el intestino delgado- pasa la mañana sintiéndose infeliz,
trabajando un poquito y quitándose las lagañas; se va de bruces en el camión de
regreso, a las seis de la tarde.
Los que se levantan temprano a fuerzas constituyen un grupo social de
descontentos, en donde se gestarían revoluciones si sus miembros no tuvieran la
tendencia a quedarse dormidos con cualquier pretexto y en cualquier postura. En
vez de revolucionar, gruñen y dicen que el destino les hizo trampa.
Los que madrugan por gusto son peores.
—Yo siento que la cama materialmente me avienta a las cinco de la mañana.
—Mal veo despuntar el sol, brinco de la cama, abro la ventana y pregunto
“¿solecito, solecito, qué quieres de mí hoy?”
—Cuando me estoy rasurando oigo el canto del primer jilguero, después, un
regaderazo con agua helada, me seco con una toalla especial de ixtle para que
me abra el poro, y por último mi té de boldo. Quedo como nuevo.
Esta clase de gente tiene la costumbre de salir a la calle de noche y caminar
con paso vivaz por el centro del asfalto —le temen a la banqueta, porque creen
que hay gente agazapada en los zaguanes, lista para asaltarlos; no se dan
cuenta de que los asaltantes están dormidos a esa hora— dejan a su paso una
estela de agua de Colonia o talco desodorante que queda flotando en el ambiente
hasta que pasa el primer autobús. Van a misa de cinco, a la Adoración Nocturna,
a hacer ejercicio, a pasear un perro desmañanado, o, peor todavía, a despertar
al velador del edificio para que les abra el despacho.
Son por lo general, gente de dinero y creen que la fortuna que tienen se
las concedió Dios nomás por el gusto que le da verlos levantarse temprano.
Aconsejan esta práctica saludable a todo el que encuentran -en realidad no
tienen otro tema de conversación, inventarían refranes si pudieran, como no
pueden, repiten el consabido de “al que madruga, Dios le ayuda”, que es una
afirmación que carece de fundamento histórico.
Esta clase de personajes también tiene la tendencia a obligar niños a que les
piquen la panza con el dedo.
—Mira niño, es como de fierro. Aprende: estoy así porque me levanto temprano.
Tengo sesenta años y mírame.
Llegan a los sesenta como jóvenes, dando brinquitos y mueren de sesenta y uno,
víctimas de una trombosis cuádruple.
Los que inventaron que es bueno levantarse temprano son los que determinaron
que los turnos de trabajo cambien rayando el sol, que los fusilamientos de
lleven a cabo al amanecer, que se reparta la leche al alba, que no se permita
la entrada de carga después de las siete de la mañana, etcétera. En resumen son
los únicos responsables de que la ciudad empiece a funcionar a una hora de la
que nada bueno puede esperarse.
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