Sarita me sacó del fango, porque antes de conocerla el
porvenir de la Humanidad me tenía sin cuidado. Ella me mostró el camino del
espíritu, me hizo entender que todos los hombres somos iguales, que el único
ideal digno es la lucha de clases y la victoria del proletariado; me hizo leer
a Marx, a Engels y a Carlos Fuentes, ¿y todo para qué? Para destruirme después
con su indiscreción.
No quiero discutir otra vez por qué acepté una beca de la Fundación Katz para
ir a estudiar en los Estados Unidos. La acepté y ya. No me importa que los
Estados Unidos sean un país en donde existe la explotación del hombre por el
hombre, ni tampoco que la Fundación Katz sea el ardid de un capitalista (Katz)
para eludir impuestos. Solicité la beca, y cuando me la concedieron la acepté;
y es más, Sarita también la solicitó v también la aceptó. ¿Y qué?
Todo iba muy bien hasta que llegamos al examen médico… No me atrevería a
continuar si no fuera porque quiero que se me haga justicia. Necesito justicia.
La exijo. Así que adelante…
La Fundación Katz sólo da becas a personas fuertes como un caballo y el examen
médico es muy riguroso.
No discutamos este punto. Ya sé que este examen médico es otra de tantas
argucias de que se vale el FBI para investigar la vida privada de los mexicanos.
Pero adelante. El examen lo hace el doctor Philbrick, que es un yanqui que vive
en las Lomas (por supuesto), en una casa cerrada a piedra y cal y que cobra… no
importa cuánto cobra, porque lo pagó la Fundación. La enfermera, que con
seguridad traicionó la Causa, puesto que su acento y rasgos faciales la delatan
como evadida de la Europa Libre, nos dijo a Sarita y a mí, que a tal hora
tomáramos tantos más cuantos gramos de sulfato de magnesia y que nos
presentáramos a las nueve de la mañana siguiente con las “muestras obtenidas”
de nuestras dos funciones.
¡Ah, qué humillación) ¡Recuerdo aquella noche en mi casa, buscando entre los
frascos vacíos dos adecuados para guardar aquello! ¡Y luego, la noche en vela
esperando el momento oportuno! ¡Y cuando llegó, Dios mío, qué violencia!
(Cuando exclamo Dios mío en la frase anterior, lo hago usando de un recurso
literario muy lícito, que nada tiene que ver con mis creencias personales.)
Cuando estuvo guardada la primer muestra, volví a la cama y dormí hasta las
siete, hora en que me levanté para recoger la segunda. Quiero hacer notar que
la orina propia en un frasco se contempla con incredulidad; es un líquido
turbio (por el sulfato de magnesia) de color amarillo, que al cerrar el frasco
se deposita en pequeñas gotas en las paredes de cristal. Guardé ambos frascos
en sucesivas bolsas de papel para evitar que alguna mirada penetrante adivinara
su contenido.
Salí a la calle en la mañana húmeda, y caminé sin atreverme a tomar un camión,
apretando contra mi corazón, como San Tarsicio Moderno, no la Sagrada
Eucaristía, sino mi propia mierda. (Esta metáfora que acabo de usar es un
tropo al que llegué arrastrado por mi elocuencia natural y es independiente de
mi concepto del hombre moderno.) Por la Reforma llegué hasta la fuente de
Diana, en donde esperé a Sarita más de la cuenta, pues habla tenido cierta
dificultad en obtener una de las nuestras. Llegó como yo, con el rostro
desencajado y su envoltorio contra el pecho. Nos miramos fijamente, sin
decirnos nada, conscientes como nunca de que nuestra dignidad humana había sido
pisoteada por las exigencias arbitrarias de una organización típicamente
capitalista. Por si fuera poco lo anterior, cuando llegamos a nuestro destino,
la mujer que había traicionado la Causa nos condujo al laboratorio y allí
desenvolvió los frascos ¡delante de los dos! y les puso etiquetas. Luego, yo
entré en el despacho del doctor Philbrick y Sarita fue a la sala de espera.
Desde el primer momento comprendí que la intención del doctor Philbrick era
humillarme. En primer lugar, creyó, no sé por qué, que yo era ingeniero
agrónomo y por más que insistí en que me dedicaba a la sociología, siguió en su
equivocación; en segundo, me hizo una serie de preguntas que salen sobrando
ante un individuo como yo, robusto y saludable física v mentalmente: ¿qué caso
tiene preguntarme si he tenido neumonía, paratifoidea o gonorrea? Y apuno mis
respuestas, dizque minuciosamente, en unas hojas que le había mandado la
Fundación a propósito. Luego vino lo peor. Se levantó con las hojas en la mano
y me ordenó que lo siguiera. Yo lo obedecí. Fuimos por un pasillo oscuro en uno
de cuyos lados había una serie de cubículos, y en cada uno de ellos, una mesa
clínica y algunos aparatos. Entramos en un cubículo: él corrió la cortina y
luego, volviéndose hacia mí, me ordenó despóticamente: “Desvístase.” Yo
obedecí, aunque ya mi corazón me avisaba que algo terrible iba a suceder. Él me
examinó el cráneo aplicándome un diapasón en los diferentes huesos; me metió un
foco por las orejas y miró para adentro; me puso un reflector ante los ojos y
observó cómo se contraían mis pupilas y, apuntando siempre los resultados, me
oyó el corazón, me. hizo saltar doscientas veces y volvió a oírlo; me hizo
respirar pausadamente, luego, contener la respiración, luego, saltar otra vez
doscientas veces. Apuntaba siempre. Me ordenó que me acostara en la cama y
cuando obedecí, me golpeó despiadadamente el abdomen en busca de hernias, que
no encontró; luego, tomó las partes más nobles de mi cuerpo y a jalones las
extendió como si fueran un pergamino, para mirarlas como si quisiera leer el
plano del tesoro. Apuntó, otra vez. Fue a un armario y tomando algodón de un
rollo empezó a envolverse con él dos dedos. Yo lo miraba con mucha
desconfianza.
—Hínquese sobre la mesa —me dijo.
Esta vez no obedecí, sino que me quedé mirando aquellos dos dedos envueltos en
algodón. Entonces, me explicó:
—Tengo que ver si tiene usted úlceras en el recto.
El horror paralizó mis músculos. El doctor Philbrick me enseñó las hojas de la
Fundación que decían efectivamente “úlceras en el recto”; luego, sacó del
armario un objeto de hule adecuado para el caso, e introdujo en él los dedos
envueltos en algodón. Comprendí que había llegado el momento de tomar una
decisión: o perder la beca, o aquello. Me subí a la mesa y me hinqué.
—Apoye los codos sobre la mesa.
Apoyé los codos sobre la mesa, me tapé las orejas, cerré los ojos y apreté las
mandíbulas. El doctor Philbrick se cercioró de que yo no tenía úlceras en el
recto. Después, tiró a la basura lo que cubriera sus dedos y salió del
cubículo, diciendo: “Vístase.”
Me vestí y salí tambaleándome. En el pasillo me encontré a Sarita ataviada con
una especie de mandil, que al verme (supongo que yo estaba muy mal) me
preguntó qué me pasaba.
—Me metieron el dedo. Dos dedos.
—¿Por dónde?
—¿Por dónde crees, tonta?
Fue una torpeza confesar semejante cosa. Fue la causa de mi desprestigio.
Llegado el momento de las úlceras en el recto, Sarita amenazó al doctor
Philbrick con llamar a la policía si intentaba revisarle tal parte; el doctor,
con la falta de determinación propia de los burgueses, la dejó pasar como sana,
y ella, haciendo a un lado las reglas más elementales del compañerismo, salió
de allí y fue a contarle a todo el mundo que yo me había doblegado ante el
imperialismo yanqui.
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